miércoles, 12 de octubre de 2011

Ana Bonanni

Lucia Romani

Lucia Romani

Lucia Romani y Niceto Blázquez

RECUERDOS FELICES

RECUERDOS FELICES

La verdadera memoria histórica consiste en actualizar los recuerdos personales felices en lugar de reavivar los recuerdos desgraciados, los cuales han de ser condenados al olvido en los libros de historia y en los museos. Con esta convicción tengo el gusto de reactivar en estas páginas el archivo de mis recuerdos felices. Me sentí muy feliz, por ejemplo, abriendo un pequeño agujero en el impenetrable "telón de acero" tejido por el despotismo comunista en la Europa del este. La llegada a Belgrado procedente de Bucarest resultó hasta normal dentro de la anormalidad que representaba el sistema ideológico y político marxista de aquellas tierras. Por ejemplo, el que tuviera que abandonar Rumania saliendo del país por un puesto fronterizo distinto del de entrada. En Belgrado tuve que tomar otro tren que me llevaría hasta Trieste en Italia y esta circunstancia me permitió pasar unas horas de espera observando la vida de aquellas gentes. La mayor parte del tiempo lo pasé en un parque tratando de comer algo, poco y de escasa calidad. Sentada en el césped estaba la gente con sus morrales de merienda bajo la mirada temerosa de milicianos y milicianas. Unas jóvenes muchachas con pinchos, horcas de mano y pobremente vestidas cargaban la basura y los desperdicios en camiones. Cuando terminé de tomar mi bocadillo tomé los desperdicios y los llevé yo mismo hasta el camión de la basura para evitar que lo hicieran las muchachas por mí. Eso sí, arriesgándome a que vinieran a pedirme explicaciones de lo que había hecho, cosa que afortunadamente no ocurrió.

El trayecto Belgrado-Triestre fue rocambolesco. El tren iba abarrotado de gente hasta el punto de ocupar incluso los servicios. A mí me tocó ir de pie desde Belgrado hasta Trieste en la plataforma de paso de un vagón a otro con el suelo lleno de basura y cascos de botellas rotas. Cuando el tren paraba en las estaciones los de dentro se apostaban contra la puerta para impedir que nadie más subiera. Pero desde fuera pujaban a veces con tal violencia que la puerta se abría violentamente con el riesgo de quedar estrujados los que íbamos dentro. En un momento dado temí lo peor cuando la gente empezó a perder los nervios a causa de un marino borracho que empezó a excitarse y a amenazar. Entonces le miré fijamente y le sugerí que me indicara quién de los presentes le había hecho algún mal para yo ajustarle las cuentas. Se calmó y nos sentamos en el suelo para hablar. Entonces se olvidó de todo el mundo y me contó su vida.

Me dijo que era marinero y que iba a Génova a embarcarse. Por supuesto me habló de Tito y de su familia. Total, que conjuré el peligro, se calmó el ambiente y la gente me miraba con gestos de agradecimiento por haber distraído a aquel hombre peligroso. Por los resultados logrados algunos comentaron que yo debía ser un psicólogo de profesión. La descripción de este paso por la Yugoslavia comunista de Tito me hizo pensar mucho sobre la represión de la libertad, la miseria material, la falta elemental de higiene y la dignidad humana.

Por fin llegamos maltrechos a Trieste, donde terminaba la miseria comunista y comenzaba la bonanza de la libertad y confortabilidad italianas. Pasamos por Génova y llegué a Milán a primeras horas de la noche. Pero aquella escala en mi histórico viaje tenía un motivo especial. No podía pasar por Milán sin visitar a mi gran amiga la periodista Ana Bonanni la cual sabía de mi periplo histórico por el "telón de acero" y esperaba mi visita. En la estación traté de localizarla por teléfono pero no fue posible. Mi intención era hacerla saber que me encontraba ya en Milán con el fin de concertar una entrevista con ella para el día siguiente en algún lugar cómodo para los dos. Una vez establecido el contacto, pensaba yo, era el momento de recuperarme del cansancio atroz que llevaba en el cuerpo retirándome a descansar durante la noche en algún hotel.

Pero al no poder comunicarme con ella por teléfono busqué su lugar de residencia en el plano de la ciudad y decidí acercarme a su casa para cerciorarme de que se ella encontraba en Milán. Llegué hasta la puerta que daba acceso a la casa en el momento en que salía un matrimonio por la puerta principal del complejo residencial. Les expliqué la razón de mi presencia allí a hora tan intempestiva y gentilmente me informaron de que conocían muy bien a la Bonanni, la cual se encontraba en casa reunida con un grupo de amigos. Con esta información decidí buscar un hotel para descansar y volver al día siguiente por la mañana temprano. Pero la amable pareja me aconsejó que, una vez que estaba a la puerta, no me marchara sin antes saludarla. Reflexioné, seguí su consejo acerté.

Llamé al timbre y a los pocos segundos se abrió una puerta. Era Ana, la cual, al verme dio un grito de alegría y fundiéndose en un abrazo conmigo me cubrió de besos al tiempo que me invitaba a entrar en casa para presentarme a unos invitados que allí se encontraban celebrando felizmente algo de lo que no me acuerdo. Hecha mi presentación, los invitados entendieron que había llegado el momento de marcharse a sus casas y pocos minutos después habían desaparecido todos. Una vez solos, la expliqué mi plan. Terminaba de llegar del histórico viaje a Rumania y mi intención era marchar a un hotel con el fin de descansar y al día siguiente, antes de partir para Londres, vernos de nuevo y cambiar impresiones. Pero ella pensaba otra cosa. Primero me suplicó que aceptara comer algo. Luego, percatándose de mi cansancio y de mi suciedad acumulada durante el rocambolesco viaje desde Belgrado, me dijo que la ducha estaba lista para que me pusiera como Dios manda. A la vista de mi insistencia en marchar a dormir a un hotel, me pidió suplicante que me quedara a dormir en su casa, a pesar del desorden y ambiente extraño que reinaba en ella. Comprendí que se trataba de una súplica motivada por alguna circunstancia suya especial que deseaba revelarme haciéndome testigo personal de lo que allí estaba ocurriendo.

De hecho, me sorprendió mucho el que una mujer tan bella un año atrás estuviera un solo año después tan deteriorada física y psíquicamente. Como era lógico y razonable, acepté pasar la noche en su casa y pronto comprendí por qué tenía ella tanto interés en retenerme. No estaba sola e inmediatamente me presentó a Marco, el cual me saludó como un caballero. Una vez que le expliqué mi plan de viaje, él mismo programó el tiempo de mi corta estancia en Milán antes de partir al día siguiente para Londres. Dormiría allí en su casa y al día siguiente, después de haber recuperado mis fuerzas, saldríamos los tres juntos a pasear por Milán y almorzar en un buen restaurante antes de tomar yo el tren. El plan estaba hecho y me sentí obligado a aceptarlo. Así las cosas, nos retiramos todos a descansar al filo de la media noche.

Marco era un periodista que yo había conocido años atrás en Roma. Cuando Ana Bonanni me pedía que la acompañara para hacer algún trabajo de prensa lejos del centro de Roma, llamaba a su amigo Marco para que me acercara a casa con su coche a la hora que fuera conveniente. Es todo lo que sabía de este personaje, que resultó ser un auténtico explotador sentimental de Ana, la cual vivía con él en su casa de Milán más por miedo a represalias que por propia voluntad. La habitación en la que intenté dormir estaba curiosamente decorada. Desde cualquier postura en la cama mi vista se encontraba siempre en primer plano con algún motivo erótico o político. La habitación era una verdadera pocilga de erotismo e ideología marxista. Ana quería que viera yo con mis propios ojos dónde se encontraba atrapada por aquel personaje corporalmente gigante y moralmente poco fiable.

Ella me explicó cómo deseaba salir de allí sin encontrar la manera de hacerlo. Por las buenas maneras lo tenía todo perdido y por las malas se exponía a posibles e imprevisibles represalias. Entonces encontré yo la razón del alarmante deterioro físico y psíquico de mi bellísima y entrañable amiga convertida en un mar de amargura e infelicidad. Marco, me dijo, me quiere mucho pero mal. La quería como un tirano a su esclava y ella deseaba que yo fuera testigo personal de ello para recabar mi consejo. El programa de Marco se cumplió fielmente. Paseamos por Milán como buenos amigos, nos llevó a almorzar en un buen restaurante y me acercó con su coche a la estación del ferrocarril. Durante todo el día hablamos de muchas cosas, pero nunca de los problemas de su convivencia. Cuando yo estaba ya acomodado en el tren con destino a Londres, Marco se quedó solo en el andén con el fin de que Ana pudiera hablar a solas conmigo de lo que quisiera dentro del departamento. Allí me confidenció todo lo que estaba sufriendo atrapada por aquel hombre, me dio las gracias por haber aceptado quedarme a dormir en su casa y me pidió que desde Londres la enviara una postal. Y lo que es más. Marco, me dijo, está encantado de haberte agasajado. El tren daba ya señales de partida, Ana descendió al andén y desde allí nos dimos el último adiós como los mejores amigos que han pasado unas horas felices juntos. Llegué a Londres y, como era lógico, les remití una postal de agradecimiento a ambos por su hospitalidad y agasajo a mi paso por Milán. Pocos meses después Ana se había separado de aquel hombre y cuando la encontré de nuevo al año siguiente había recuperado toda su belleza y encanto de mujer. Mi visita no había sido inútil. Había surtido el efecto que ella angustiosamente deseaba. Luego Ana terminó casándose con el hermano de una alumna mía italiana en Madrid con lo cual nuestra amistad entrañable contagió felizmente a toda su familia. Pero sigamos adelante.

Durante los agitados años 1968-1972 mi cuartel general de experiencias intelectuales y pastorales fue Roma y París. Llegué a Roma en septiembre de 1967 donde permanecí durante los cursos académicos 1967-1968 y 1968-1969 con el objetivo específico de obtener el título de Doctor en Filosofía en la Universidad de Santo Tomás de Aquino. Fueron dos años fascinantes en todos los aspectos. Desde Roma viví el antes y el después inmediato a la revolución de mayo del 68 y la nueva andadura de la Iglesia a raíz del concilio Vaticano II. El ambiente intelectual, político y social en Roma por aquellos años era fascinante y tanto en la via Condotti 41, mi casa, como en el Angelicum, mi universidad, el entusiasmo estudiantil era la nota dominante.

Desde la terraza de casa podía contemplar y meditar sobre la historia y vida de la “ciudad eterna” tan temporal y caduca como cualquiera otra ciudad del mundo. La mayor parte de mi tiempo estaba dedicado a la preparación de la tesis doctoral. Pero había que descansar y para ello organizaba paseos por los lugares más emblemáticos de Roma a uno y otro lado del Tiber. Uno de los paseos preferidos para estirar las piernas consistía en hacer un círculo callejero teniendo como puntos de referencia la plaza de Venecia, los foros, la estación ferroviaria Termini, via Veneto y los jardines del Pincio, para regresar a la via Condotti bajando por la escalinata de Trinità in Monte y la plaza de España. La plaza de España era un lugar de encuentro de turistas de todo el mundo, de todas las razas, lenguas y colores. Y, sobre todo, de jóvenes revolucionarios, melenudos, cínicos e irresponsables. Aquel emblemático lugar, casi a la puerta de casa, lo convertí yo en un laboratorio de observación y reflexión permanente.

Un buen día, de retorno a casa de mi paseo habitual, en el amplio descanso central de la escalinata había un grupo de jóvenes pintorescos discutiendo con una bella muchacha con papel y bolígrafo en ristre. Como hacían corro en torno a ella, en lugar de seguir mi camino de descenso me detuve con curiosidad para ver qué estaba ocurriendo. Pensé incluso que la joven podría necesitar alguna ayuda. No recuerdo de qué discutían pero sí que la discusión estaba subiendo de tono. Apenas me acerqué al corro me creí en el deber de intervenir haciendo una aclaración relacionada con el tema de la discusión. Al oír mi voz rompieron súbitamente el círculo y la joven, que ya se iba sintiendo acosada por sus interlocutores, exclamó aliviada: ¡Aquí hay un psicólogo! Y en menos de lo que canta un gallo desaparecieron sus acosadores dejándonos solos a ella y a mí mirándonos frente a frente con extrañeza e inmensa simpatía. ¿Qué hacíamos allí los dos? Pocos minutos después nos encontrábamos sentados en una cervecería cercana. Yo pasaba incidentalmente por allí cuando ella estaba realizando un reportaje informativo para una revista. Hablamos del problema desde el punto de vista profesional, tomó buena nota de mis observaciones y la invité a conocer mi casa allí en la célebre via Condotti 41. A partir de aquel momento nació en nosotros la semilla de una entrañable amistad que con el tiempo se iría felizmente consolidando.

La bella joven de 21 años se llamaba Ana Bonanni, vivía en Roma y trabajaba como periodista. A partir de aquel día cuando tenía que realizar algún trabajo por aquella zona de Roma me invitaba a acompañarla. Un día me llevó a una galería de pintura sobre la cual tenía que escribir un informe. Yo, que soy negado para la pintura, quedé admirado de su forma de explicar el contenido de las obras pictóricas. De una forma sencilla y natural me introducía en el contenido y valor artístico de las obras expuestas hasta el punto de hacerme entender muchas cosas que por mi cuenta me sentía incapaz para ello. Como es sabido, por Navidad la plaza Navona de Roma se convierte en un espectáculo de divertimiento y motivos navideños. Obviamente fuimos a visitar juntos la plaza. Entre la infinidad de motivos de entretenimiento nos llamó la atención uno muy original a precio razonable y en el que había que hacer uso de una escopeta. Yo no había tenido jamás en mis manos una escopeta y no me agradaba hacerlo para nada. Pero a ella le gustó el juego y no dudé en aceptar su propuesta. Eso sí, nunca mejor dicho, nos salió el tiro por la culata.

Disfrutamos muchísimo con el juego y cuando solicitamos la factura la señora responsable del negocio nos pidió una cantidad desorbitada no prevista en la publicidad. La Bonnani se indignó con la señora advirtiéndola que no estábamos dispuestos a pagar la factura que nos había entregado. La señora replicó alegando que nos habíamos divertido mucho y que eso había que pagarlo. La Bonanni se irritó aún más y, ante el temor de que se montara un escándalo público, yo la sugería en voz baja que abandonara la discusión porque teníamos dinero para pagar. Por fin se llegó a un acuerdo pero pagando más de lo que habíamos calculado. ¿Nos habría hecho una rebaja si en lugar de disfrutar del juego nos hubiéramos aburrido? ¿Llegará el día en que haya que pagar un impuesto o IVA de felicidad personal hasta por disfrutar con el dulce de un caramelo?

Mi tiempo en Roma estaba hipotecado por la redacción y defensa de mi tesis doctoral y Ana Bonanni me habló de la posibilidad de que la sesión académica de mi defensa de la tesis fuera retransmitida, al menos como noticia, por televisión. No cabía duda de que era una idea original favorable para ella como periodista y para la Universidad como publicidad. De hecho, cuando yo notifiqué la eventualidad de la emisión televisiva del acto académico nadie puso reparos. Llegó el día y la hora de la celebración del acto académico y Ana apareció pero sólo para hacerme compañía. Yo comprendí que su idea no fuera aceptada y no se habló más de este asunto. Nuestra amistad se había consolidado felizmente hasta el punto de que en su familia se hablaba de mí con frecuencia y simpatía. Un día la madre de Ana me confesó que yo era la única persona que había conseguido tener un influjo positivo apreciable sobre su hija. La verdad es que cuando discutíamos en pocas cosas estábamos de acuerdo pero su respeto y admiración por mí eran notorios. Un buen día Ana Bonanni me comunicó que abandonaba Roma para irse a vivir a Milán por razones de trabajo. Como he dicho más arriba, la visité en Milán en el verano de 1971 cuando yo regresaba de Bucarest en tren camino de Londres encontrándola en la situación humana lamentable descrita. Aquel Marco con el que vivía en Milán y que la había convertido en una esclava sexual, era el mismo personaje que en Roma me acercaba a casa con el coche cuando Ana se lo pedía después de alguna gira cultural por la ciudad. Nunca imaginé que un día volvería a verla en Milán en circunstancias tan distintas y desagradables. Pero, como queda dicho, al poco tiempo de mi visita Marco la dejó libre y ella recobró su libertad perdida.

Después de un año largo volví a Roma para realizar un trabajo de investigación y encontré tiempo para acercarme de nuevo a Milán. Ella me estaba esperando en el andén del tren y el reencuentro no pudo ser más agradable. La encontré totalmente cambiada después de su liberación de aquel hombre nefasto que la había tiranizado. La encontré rejuvenecida, bellísima y radiante como aquel día en que la conocí por primera vez en Roma. Al vernos juntos en el andén los agentes ferroviarios que nos observaban debieron pensar que yo era el afortunado marido de aquella hermosa y feliz mujer. ¡Cómo engañan las apariencias y la imaginación frente a la realidad de la vida¡

Como resultado de aquella visita relámpago nos pareció que sería bueno para ella que se tomara unas vacaciones para cambiar de ambiente y olvidar aquella triste historia personal todavía reciente. ¿Dónde? Yo la propuse Madrid como invitada por alguien de mi familia. Una prima mía, María José, aceptó gustosa recibirla en su casa y no se habló más sino de fechas. Fijada la fecha y hora de su llegada fui a recibirla al aeropuerto pero Ana Bonanni no llegó y pronto supe la razón. Poco antes de emprender el viaje conoció a un joven que la impactó y no dudó en absoluto cancelar el viaje a Madrid. Terminó casándose con este joven, tuvieron una hija y se les murió a los pocos meses de nacer. Yo me encontraba en Roma y pude acompañarlos en su soledad dolorosa. Años más tarde yo me encontraba en Génova participando en un encuentro internacional de filosofía. Un día, al caer de la tarde, me informaron de que tenía una visita. Era ella, Ana Bonanni. ¿Cómo tú aquí? Sí, replicó cariñosa, supe por la prensa que se celebra este encuentro aquí en Génova y que tú estabas aquí; en consecuencia, hice cálculos y he tomado un billete de tren ida/vuelta Milán/Génova sólo para verte aunque sea por poco tiempo. Consultado el reloj y la hora de partida del tren apenas nos quedaba tiempo para cenar juntos. Pero el tiempo es oro y había que aprovecharlo al máximo.

La conversación durante la cena resultó muy entrañable y nostálgica. Habían pasado los años y la vida nos había cambiado en muchos aspectos aunque no en lo que se refiere a la admiración y respeto personal que siempre nos habíamos profesado. Como resumen de aquella romántica cena en Génova me parece obligado dejar constancia aquí de una reflexión conclusiva de Ana. ¿Te acuerdas, dijo, de los días que estuviste en Ancona descansando en el convento dominicano cuando yo trabajaba en la Agencia de Noticias Montecitorio? Yo, añadió, me divertía mucho con mis colegas de trabajo cuando les hablaba de ti y ellos pensaban que tú y yo estábamos viviendo un bello romance que desembocaría en matrimonio. ¡Qué ingenuos unos y maliciosos otros! Y añadió: nuestra feliz amistad ha sido posible porque nunca nos hemos dejado invadir por el enamoramiento. ¡Sin comentarios! Nos acompañaba en la cena un joven sobrino mío, Emiliano, que hacía turismo. Él no seguía nuestra conversación pero estaba encantado. Luego le expliqué el significado de la inesperada y gratísima visita y comprendió todo sin dificultad. Pero esta bella historia con la Bonanni trajo cola.

Como he dicho antes, Ana canceló su viaje a Madrid como invitada de mi prima María José porque conoció a un joven estudiante de arquitectura llamado Bruno Romani con el cual terminó casándose. Pero dio la casualidad de que Bruno, su futuro marido, tenía una hermana casada en Madrid y Ana me facilitó su dirección para que la conociera. La llamé por teléfono, me presenté y pocas horas después me encontraba llamando al timbre de la puerta de su casa ubicada al final de la madrileña calle de Arturo Soria. Se abrió la puerta y apareció Lucia Romani, la hermana de Bruno, la cual me recibió y agasajó como si fuera su propio hermano que volvía a casa después de mucho tiempo de ausencia en un país lejano. Con el tiempo su casa se convirtió en lugar de encuentro de amigos comunes.

Lucia Romani había trabajado como modelo en Roma para sacar adelante a sus padres, luego sufrió un gravísimo accidente de tráfico, se casó en España y fue alumna mía. Cuando tuve la suerte de conocerla era muy joven, bella, inteligente y con un corazón de oro. Su trato con la gente era delicioso. Al cabo de quince años y después de haber tenido dos hijas me confesó que había llegado a la conclusión de que su marido no la había querido nunca. De hecho terminaron separándose de forma civilizada pero no por ello indolora. A pesar de todo y el deterioro subsiguiente de su salud no perdió nunca su grandeza de corazón siendo admirada en todo momento por cuantos tuvimos la suerte de conocerla. Con motivo de la celebración de las bodas de plata matrimoniales de una pareja entre los amigos comunes celebramos una Eucaristía de acción de gracias. Entre otras cosas dije que “lo único de lo que no hay que arrepentirse nunca en este mundo es de haber amado a los demás aunque no hayamos sido correspondidos”. Los presentes prestaron mucha atención a esta afirmación y la relacionaron inmediatamente con la admirable trayectoria matrimonial de Lucia Romani, allí presente. Ella era la llamada a ser mi madrina en la ceremonia de investidura de Doctor en la Universidad Complutense y me trató como uno más de su familia. Ana Bonanni, su cuñada, con mucho humor y cariño nos recordaba que la culpable de nuestra amistad había sido ella. Pero demos un salto hasta Nápoles.

El verano de 1968 decidí trasladarme a Nápoles donde fui recibido con curiosidad y simpatía en la comunidad dominicana de Madonna de L´Arco. La popular Basílica fue para mí otro laboratorio de experiencia pastoral pionera. Era un lugar privilegiado para conocer en directo la vida de mucha gente psicológicamente marcada por la amenaza permanente del Vesubio y la mafia. La vida en la comunidad dominicana de Madonna de L´Arco era agradable. Los frailes eran muy humanos y de buen corazón. Como es sabido, a un británico le resulta difícil desayunar sin bacon, a un francés comer sin queso en la mesa y a un español tradicional sin vino. Pues bien, yo diría que le es más difícil todavía a un italiano encontrarse ante un menú sin pasta y este era el único problema para mí en Madonna de L´Arco. El Prior, un hombre muy sensato, había dado orden en la cocina de que tuvieran compasión del venerable fraile francés que estaba allí por razones de salud, y de mí, para que no nos castigaran con pasta eterna en las comidas. Yo era consciente de que aquello no tenía remedio recordando la semana que había vivido en Roma en otra comunidad dominicana donde comer pasta era un arte y un rito digno de ser filmado. Pero volvamos a Nápoles.

Eran los tiempos gloriosos de la “revolución sexual” y por aquellas latitudes la juventud vivía a tope sus cánones del sexismo. Un buen día me pidió el Prior de Madonna de L´Arco que celebrara un encuentro con un grupo de jóvenes universitarios. Acepté con gusto la oferta con el resultado siguiente. El tema de mi intervención versó sobre sexo y amor. La tesis que sometí a discusión fue que quienes buscan el amor por la vía directa del sexo corren el riesgo de quedarse sin sexo de calidad y sin amor. Por el contrario, quienes contextúan la vida sexual en el amor obtienen mejores resultados. Mi intención era desautorizar la convicción reinante de que donde no hay sexo no hay amor. Mi tesis provocó la furia de quienes pensaban que con la revolución sexual habían descubierto la pólvora. Terminada la animada discusión los dos jóvenes estudiantes que me habían ido a buscar con su coche me devolvieron a casa ya entrada la noche. Al despedirme de ellos me hicieron la siguiente confesión. A pesar de la algarabía de la discusión, nosotros estamos de acuerdo contigo pero no podemos ya dar marcha atrás. Mira, añadió uno, después de dejarte aquí a la puerta de tu casa, nosotros vamos a encontrarnos con unas chicas dispuestos a practicar de alguna manera el sexo con ellas. Esta confidencia me sirvió a mí para seguir profundizando con acierto en un asunto tan delicado como la relación entre sexo y amor humano.

El Prior de Madonna de L´Arco me aconsejó que visitara “le isole”, especialmente la bella isla de Capri, con la ayuda económica del convento. Programé la gira turística de la cual me es grato dejar constancia de algunas anécdotas que tuvieron lugar. En el restaurante compartí mesa con dos caballeros helvéticos. Ellos pidieron vino con el menú y yo simplemente agua. Cuando comprobaron que el agua no era mineral se miraron asombrados el uno al otro y me preguntaron si no tenía miedo a beber agua natural. Luego caí en la cuenta de su prudencia pero me sorprendió su exceso de preocupación ya que no cabía en mi cabeza que en un restaurante de aquella categoría me fueran a servir agua no potable. La excursión me resultó gratísima y no escasearon las anécdotas entre las cuales quedaron muy grabadas en mi memoria las dos siguientes.

De regreso a Nápoles, por la tarde, el barco se movió mucho y me percaté de que una señora entrada en edad podría necesitar alguna ayuda. Me puse junto a ella y pronto llamamos la atención de la gente con nuestra animada conversación. Cuando terminó la travesía y nos despedíamos unos de otros con expresiones de afecto y simpatía la señora de la que hablo recibió los parabienes de haber sido acompañada por el joven que se había preocupado de ella. La verdad es que yo no caí en la cuenta de que había gente entre los viajeros que seguían con interés la simpatía de aquella solitaria señora entrada en edad conmigo. ¿Qué habrá sido de ella? Ni siquiera recuerdo su nombre pero nunca he olvidado su simpatía y gentileza de trato agradecido. Había llegado el momento de las despedidas y me quedé sólo en el puerto de Nápoles.

Era una tarde de sábado y las calles de Nápoles estaban casi desiertas. De pronto me vino una idea a la mente. ¿Por qué no aprovechar la ocasión para dar un paseo de sábado por la ciudad antes de regresar a Madonna de L´Arco? Y sin más preámbulos me lancé a recorrer algunas calles con mi mochila al hombro. No habían pasado quince minutos cuando empecé a oír música festiva y dejándome llevar por el oído me orienté hacia el lugar de origen estimulado por la curiosidad de saber qué se estaba celebrando. Mi sorpresa fue que el ambiente de fiesta no tenía lugar en la plaza pública ni en ningún lugar específico de baile sino en un edificio con finalidad académica. Esta circunstancia me animó a llamar a la puerta persuadido de que era asunto de estudiantes y, por tanto, del máximo interés para mí. La puerta fue abierta y a penas me hube presentado cuando empecé a recibir la bienvenida por parte de todos los que se percataban de mi presencia. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes y a dónde vas? ¿Cómo has llegado hasta aquí? La mayoría seguía bailando con mucha alegría al son de una música de baja calidad. Pero eso era lo de menos. Pronto me sentí rodeado por un grupo de chicos y chicas que dejaron de bailar para hacerme compañía y servirme refrescos. La conversación se animaba y la expectación ante el joven extranjero recién llegado por sorpresa aumentaba.

Nuestra conversación empezó a salpicarse con chistes y relatos de humor. Fue entonces cuando una jovencita rubia, que no había abierto su boca hasta entonces, suplicó discretamente a uno de los muchachos que fuera prudente con sus chistes para evitar que yo pudiera llevarme una mala impresión de aquel encuentro. Luego me invitaron a bailar pero yo alegué que venía muy cansado de la excursión y tenía que viajar. Lo primero fue comprendido sin dificultad pero no así el que yo tuviera tanta prisa en ausentarme. Llegados a este momento me quedé acompañado por la rubita silenciosa y otra joven, mientras los otros se fueron a bailar. Pero miré al reloj y había llegado el momento de la despedida sin que yo me diera cuenta de que se había producido una linda conjura sentimental en torno a mí. Al final se quedaron conmigo para despedirme a la salida del recinto la rubita silenciosa y la hija del Director de la Academia. Fue entonces cuando, con la puerta ya abierta para salir, la rubita me miró tiernamente y me preguntó si era posible que aquel nuestro fortuito encuentro se convirtiera en el principio de una vida para ser compartida entre ella y yo en el futuro.

Entonces comprendí todo lo que felizmente había acontecido en aquella inolvidable tarde napolitana. Sin perder la calma respondí que la agradecía de corazón su propuesta pero que, dada mi edad, yo ya tenía programado ese futuro feliz que amorosamente me auguraba junto a ella. En cualquier caso, replicó cariñosa y comprensiva, ¿te importaría tomar mi dirección y cuando llegues a Londres me envías una postal diciéndome que has llegado bien? Con mucho gusto, respondí. Me entregó su dirección postal y desaparecí por la escalera hacia la oscuridad de la calle alumbrado interiormente por la luz amorosa de aquella joven napolitana. Llegué a Londres y me apresuré a escribir la postal prometida en la cual daba las gracias al Director de la Academia y a sus estudiantes por la acogida que me habían dispensado, y a ella, SUSANA, que, si no me equivoco, así se llamaba aquella adorable criatura que tan lindo recuerdo dejó en mi memoria. Pero había que extremar la prudencia para no crear en ella vanas expectativas o desilusiones y por ello no dejé en la misiva desde Londres ningún rastro de dirección postal. Así terminó aquella fortuita, fugaz y bella historia de amor. NICETO BLÁZQUEZ, O.P.